Semblanza

Tenía fama de ignorante, lo llamaban "el caballo" y llegó a gobernador: quién fue Carlos Aloé

Carlos Aloé, junto a Perón. Fue gobernador bonaerense en reemplazo de Domingo Mercante.
Carlos Aloé, junto a Perón. Fue gobernador bonaerense en reemplazo de Domingo Mercante.
Carlos Aloé.
Carlos Aloé.

Por Julio Lagos, publicado en Infobae

La escena, en un restaurante.

Sentados a una mesa, dos comensales. Uno es Juan Domingo Perón, presidente de la Nación. El otro, Carlos Vicente Aloé, mayor del Ejército, gobernador de la provincia de Buenos Aires. En un momento dado, Aloé se dirige al mozo:

- Mocito, me trae un churrasquito…

Un rato después, pide:

- Mocito, un postrecito…

Y luego:

- Mocito, un cafecito…

Entonces Perón, en voz baja, lo reconviene:

- Oíme Aloé, queda mal que digas todo en diminutivo…

Justo se acerca el mozo y le pregunta:

- ¿Algo más, señor gobernador?

- No, gracias, no tengo apeto.

Era la Argentina de los años 50. Entre los antiperonistas, docenas de chistes como éste ridiculizaban al entonces gobernador Aloé. Secretamente, se lo llamaba “el caballo”. Era parte del folklore político, que tuvo su eclosión en septiembre de 1955, cuando cayó Perón.

Con el cambio de gobierno, se sucedieron las denuncias, las investigaciones, las detenciones y también las persecuciones. En fin, nada que no hubiese ocurrido antes y que no fuese a repetirse años más tarde, cambiando la posición unos y otros, más de una vez.

Para una generación, especialmente para quienes crecieron en el seno de hogares antiperonistas, Aloé fue el símbolo de la ignorancia y de la más absoluta incapacidad para ejercer funciones públicas. Para colmo, cuando el peronismo confiscó la Editorial Haynes, Aloé y su hermano Dante fueron los encargados de conducir aquel formidable multimedio, integrado por el diario El Mundo, Radio El Mundo, Radio Libertad, y una larga lista de revistas semanales, como El Hogar, Mundo Argentino, Mundo Deportivo, Mundo Radial y otras, que practicaron el unánime culto a la personalidad que imperaba en la época.

Es decir que su imagen quedó asociada a la obsecuencia, propia de quienes carecen de criterio propio para asumir responsabilidades y en cambio se esmeran por cumplir con el más crudo verticalismo.

Pasaron los años…

En octubre de 1968 yo era cronista de exteriores en el Noticiero 13 “Su ojo en la noticia”. Utilizábamos el Auricón, la cámara de 16 mm. con sonido directo con la que habíamos revolucionado la TV argentina el año anterior, porque se alimentaba con una batería de níquel cadmio y tenía una autonomía de casi tres horas. (¡Cómo no recordar a los camarógrafos!… Pepe Soler, el cordobés Bellina, Manzanita Riego, Cacho Tenore, Poroto Patiño…)

- Ché, vayan rajando al aeropuerto, a Ezeiza, que llega Estudiantes…

El Tío, Alberto Rudni, nuestro querido jefe de redacción, fumando su eterno Benson que le dejaba una larguísima tira de cenizas en la corbata, nos dio la orden.

Era la nota del día. Estudiantes de La Plata había empatado 1 a 1 con el Manchester United en Old Trafford y era el flamante Campeón Intercontinental de fútbol. Una hazaña, en la cancha de los ingleses. El empate lo consagró, porque el partido de ida, en la cancha de Boca Juniors, terminó 1 a 0 a favor del equipo argentino.

Cuando llegamos, Ezeiza era una fiesta.

Miles de hinchas con banderas y bombos esperaban la salida de los jugadores. Y además, todo el periodismo preparado para abordar a los cracks. Había un ambiente espectacular… Cámaras, gritos, micrófonos, cantos, empujones…

- ¡¡¡Ahí vienen!!!… ¡¡¡Ahí salen!!!…

Se abrieron las puertas… Empezaron a salir los pasajeros:

- ¡A ver, a ver!…

Todos buscábamos a los campeones…

- ¡Ahí vienen!, dijo uno…

Empezaron las corridas, cables que se enredaban, luces… Se buscaba al primero… ¿Sería Aguirre Suárez? ¿O el doctor Madero? ¿Bilardo, Verón?… Quizás Zubeldía, el director técnico…

Ninguno de ellos.

Porque el primero en aparecer no fue algún integrante del flamante campeón Intercontinental, sino otra persona, que no tenía nada que ver con la delegación deportiva. Era, simplemente, otro pasajero, que había viajado en el mismo avión.

Todos los cronistas lo dejaron pasar, y renovaron su expectativa por los sucesivos viajeros que se acercaban a la salida.

“Todos los cronistas…”, no. Porque cuando lo vi, primero que me quedé petrificado. Y enseguida corrí hacia él:

- ¡¡¡Señor Aloé, señor Aloé!!!…

Era él, el personaje de los chistes, el que había sido descalificado tantas veces, el que nunca más había vuelto a aparecer.

Me pareció que también él se sorprendió de que alguien lo reconociera. Y mucho más, tratándose de un cronista joven.

- Vea señor, yo… querría hablar con usted…

- No, no ahora no…

Aloé miraba el micrófono y hacía que no con la cabeza.

- Querría hablar con usted cuando me diga, en otro momento…

Alto, con la típica postura erguida de los militares, Aloe empezó a sonreír comprensivamente. Aproveché:

- Mire, toda mi familia es antiperonista… Me sé de memoria todos los chistes sobre usted…

Ahí se puso a reír abiertamente. Entonces agregué, apurado:

- Pero yo no tengo esa posición, mi interés es conversar sobre…

A unos metros, se habían encendido otra vez los reflectores. Ya empezaban a salir los futbolistas.

Aloé me dio una tarjetita y me dijo:

-Llámeme un día de estos y se viene a mi casa…

Le agradecí, guardé la tarjeta y volví al amontonamiento de colegas, justo cuando en el marco de la puerta se recortó la figura del capitán Cacho Malbernat levantando la copa.

Ese día seguimos con Estudiantes hasta la noche. Fuimos en la caravana hasta La Plata y registramos todos los festejos en una ciudad que pocas veces, quizás nunca, vivió una fiesta igual. Recién a la madrugada volví a mi casa.

A la mañana siguiente, cuando me levanté, lo primero que hice fue buscar la tarjetita y llamarlo a Aloé.

- Señor, yo soy el cronista que ayer…

- ¡Ah, cómo le va, sí… bueno, si tiene ganas véngase mañana a la tarde a mi casa!

Y me dio la dirección: Ayacucho casi Guido. Si la geografía porteña puede brindar un correlato con las posiciones políticas, el domicilio rompía las presunciones. Era Recoleta, el barrio en el que seguramente había nacido la mayoría de los chistes sobre este vecino al que yo iba a visitar.

Entrada de categoría, ascensor, palier privado. Una mucama abrió la puerta y me hizo pasar a una pequeña sala. Escritorio de estilo francés con carpeta de cuero verde, una lámpara inglesa de bronce. Y varias bibliotecas repletas de libros, dejando libre una pared revestida de boiserie hasta la base de la ventana. La cortina de voile estaba corrida y el sol que llegaba del lado de la avenida Las Heras entibiaba el lugar.

Si mi inolvidable vecino de De las Ciencias 1062, Jorge Pou, recontraperonista, hubiese visto ese ambiente, no vacilaría en decir que era la casa de un gorila. Con el tiempo aprendí que ese y tantos otros prejuicios nos han impedido construir la armonía social que aún nos estamos debiendo.

La cuestión es que, ¡sí señores!, en ese lugar conversé con Carlos Aloé.

Que apareció enseguida, muy cordial y muy afable. Y muy elegante, con saco sport y camisa pastel al tono.

Cuando empecé otra vez con el cuento del antiperonismo de mis mayores y mi conocimiento del repertorio de los famosos chistes, volvió a reírse con ganas.

- Hay que dejar de lado las diferencias y mirar para adelante…

Francamente, yo estaba desorientado. Y además, encantado porque Aloé era un conversador fluído y agradable. El detalle de las bibliotecas me intrigaba. Supuse que quizás respondía al dictado de una decoración que buscaba la colorida armonía de los lomos de los libros. Pero sin embargo, eran pocas las colecciones encuadernadas. La mayoría eran volúmenes independientes.

Nos trajeron café. Estábamos hablando de la inminente llegada a la Argentina de Willy Brandt, que por entonces era vicecanciller de Alemania. Europa y Estados Unidos pugnaban para sacar ventajas de su acercamiento a los países sudamericanos.

Y de repente, Aloé me dijo:

- Argentina debe tomar la iniciativa, como hizo Carlos Pellegrini en su tiempo…

Giró el cuerpo, extendió el brazo y sacó un libro de uno de los estantes. Lo abrió y se detuvo en una página:

- ¿Ve? Cuando se hizo la gran exposición de París, Pellegrini fue al pabellón argentino. Y se reunió con todos los grandes banqueros, pidiendo inversiones que apoyaran a la incipiente industria textil del país… ¡Qué visión tenía ese hombre!…

Las publicaciones oficialistas del peronismo apoyaron su mandato provincial

Las publicaciones oficialistas del peronismo apoyaron su mandato provincial

Yo estaba sorprendido. Una de dos: o éste no era el ignorante aquél…, o aquél no era tan ignorante… Quizás, como suele ocurrir con todos y cada uno de nosotros, era el mismo, uno solo, con sus grandezas y sus miserias.

El mismo que había sido uno de los artífices del control de los medios durante el gobierno peronista de los 50. Y el verdugo político de Domingo Mercante, su antecesor en la gobernación bonaerense.

Pero la charla iba por otro lado. Resultó ser un apasionado de la historia argentina, de la que no sólo era lector sino también autor: al irme me regaló, autografiado, su libro “Grandeza y decadencia del federalismo argentino”.

Siempre me arrepentí de no haberme animado a preguntarle si -como se decía- era el dueño de la estancia “Santa María”, cerca de Rojas. Y que había hecho un camino pavimentado para acceder a ella. Pero en ese momento a lo mejor mi curiosidad hubiera parecido un poco gorila.

Años después, en 2003, una mujer preguntó por mí en FM Gen, la radio en la que estaba haciendo mi programa matinal. En un corte, salí a atenderla. Rubia, de hermosísimos ojos claros.

- Me llamo María -me dijo- te quería conocer… Te escucho todas las mañanas en el campo, en la estancia.

Y agregó:

- Soy la nieta de Carlos Aloé.

Hasta aquí, el azar y la memoria han hilvanado los chistes, el regreso de Estudiantes, la entrevista en la calle Ayacucho y la sorpresiva visita de María.

¿Saben una cosa? No creo que sea el último capítulo de esta historia.

Habitual blanco de burlas del antiperonismo.
Habitual blanco de burlas del antiperonismo.

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